Es fácil preguntar mucho por la utilidad del voluntariado. Que si no ayudas, que si eres paternalista, que si tienes complejo de Papa Noel, que si cosificas al otro, que hay maneras más efectivas, que vas a divertirte con tus patas, que si no hay amigos tuyos no vas, que es una manera barata de viajar, que te quita demasiado tiempo por gusto, que tal o cual cosa sería mejor, etc. Me han cuestionado mucho estas objeciones, sea que se me ocurran a mí, sea que fuera una objeción planteada por otro. Y, lo peor de todo, es que muchas de estas son ciertas. El voluntariado parece condenado al desastre desde el comienzo, porque la mayoría de estos problemas son ineludibles. Y, aunque es cierto que el voluntariado no es para todo el mundo, que es solo un camino que no todos queremos seguir, también es cierto que, visto por otro lado, puede ser una experiencia fundamental en la vida de uno.
Cuando uno se compromete algún tiempo con el voluntariado como manera de estar en el mundo, empieza a encontrarle pies al gato que no se te hubieran ocurrido antes. Hay cosas que necesitas sentir en la carne para entenderlas. El voluntariado es un chance increíble de encontrarte, cara a cara y sin intermediarios, con los otros. Uno construye el grupo de voluntarios, cada uno con ideas, experiencias y deseos distintos, y uno “trabaja” con personas de diversas necesidades que, por diversas razones, no son fáciles de cubrir sin una manito externa. Cuando uno está en el llano, comprándose el pleito y resolviendo los problemas que se te van topando, la experiencia se transforma. Muchas veces, paso ratos en pleno voluntariado sintiéndome terriblemente culpable, porque tengo la impresión que todo lo que recibo (sea abundantísima comida, sea afecto, sea aprendizaje, sea diversión, sea lo que sea) no es nada junto a lo que mis fuerzas me permiten dar. A veces, tengo razón. En otras, al final del día una sonrisa, un gesto o un abrazo de agradecimiento hace que me de cuenta que todo ha sido un largo compartir. Lleno de cuestionamientos, lleno de preguntas, y bañado por la certeza de que nada ha cambiado y la necesidad sigue intacta. Pero, por alguna razón, las cosas son distintas. Porque el construir casas, el cosechar papas, el cocinar, el planear con el grupo, el pelearte con todos los voluntarios, todo es una excusa para compartir, y ser lo más productivos posible en este compartir. Mi último voluntariado, construyendo casas, empezó cuando llegué y saludé a un grupo de niños. Uno de ellos, Augusto, de 8 años, se quedó conversando conmigo y, al rato, yo chambeaba cargándolo sobre los hombros. Y, a pesar de que el Augustito nos acababa persiguiendo, invadiendo nuestros espacios, y a veces no nos dejaba siquiera existir, no solamente te preguntas como es su vida y sus necesidades de afecto cuando tú no estás, sino que, cuando él te presenta como su amigo, tú sientes con él exactamente lo mismo, y entiendes por qué tanta objeción te importa un rábano.
Cuando uno se compromete algún tiempo con el voluntariado como manera de estar en el mundo, empieza a encontrarle pies al gato que no se te hubieran ocurrido antes. Hay cosas que necesitas sentir en la carne para entenderlas. El voluntariado es un chance increíble de encontrarte, cara a cara y sin intermediarios, con los otros. Uno construye el grupo de voluntarios, cada uno con ideas, experiencias y deseos distintos, y uno “trabaja” con personas de diversas necesidades que, por diversas razones, no son fáciles de cubrir sin una manito externa. Cuando uno está en el llano, comprándose el pleito y resolviendo los problemas que se te van topando, la experiencia se transforma. Muchas veces, paso ratos en pleno voluntariado sintiéndome terriblemente culpable, porque tengo la impresión que todo lo que recibo (sea abundantísima comida, sea afecto, sea aprendizaje, sea diversión, sea lo que sea) no es nada junto a lo que mis fuerzas me permiten dar. A veces, tengo razón. En otras, al final del día una sonrisa, un gesto o un abrazo de agradecimiento hace que me de cuenta que todo ha sido un largo compartir. Lleno de cuestionamientos, lleno de preguntas, y bañado por la certeza de que nada ha cambiado y la necesidad sigue intacta. Pero, por alguna razón, las cosas son distintas. Porque el construir casas, el cosechar papas, el cocinar, el planear con el grupo, el pelearte con todos los voluntarios, todo es una excusa para compartir, y ser lo más productivos posible en este compartir. Mi último voluntariado, construyendo casas, empezó cuando llegué y saludé a un grupo de niños. Uno de ellos, Augusto, de 8 años, se quedó conversando conmigo y, al rato, yo chambeaba cargándolo sobre los hombros. Y, a pesar de que el Augustito nos acababa persiguiendo, invadiendo nuestros espacios, y a veces no nos dejaba siquiera existir, no solamente te preguntas como es su vida y sus necesidades de afecto cuando tú no estás, sino que, cuando él te presenta como su amigo, tú sientes con él exactamente lo mismo, y entiendes por qué tanta objeción te importa un rábano.
Diego Eddowes
Joan Manuel Serrat - Diculpe el señor
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